—Primero la hubiera penetrado por detrás. Luego me hubiera comido su coño, después me la frotaría contra sus pechos y luego la forzaría a que me la mamara.
—No fanfarronees, soñador. ¿Te has acostado siquiera alguna vez?
—Cojones que sí. Me he acostado. Varias veces.
—¿Y cómo fue?
—Pringoso.
—No te podías correr, ¿eh?
—Mojé todo el lugar. Creí que nunca pararía.
—Te mojastes toda la palma de la mano, ¿no?
—¡Ja, ja, ja!
—¡Ah, ja, ja, ja!
—¡Ja, ja!
—Conque te pringaste toda la mano, ¿eh?
—¡Que os den por el culo, tíos!
—No creo que ninguno de nosotros se haya acostado con una tía —dijo
uno de los chicos.
Hubo un silencio.
—Y una mierda. Me acosté por primera vez a los siete años.
—Eso no es nada. Yo lo hice a los cuatro.
—Seguro, Red, ¡te acostastes en la cuna!
—Lo hice con una nenita debajo de la casa.
—¿Y se te puso dura?
—Claro.
—¿Y te corriste?
—Creo que sí. Algo saltó como un chorro.
—Claro, te measte en su coño, Red.
—¡Y un huevo!
—¿Cómo se llamaba la nenita?
—Betty Ann.
—¡Hostia! —dijo el chico que aseguraba haberse acostado cuando tenía
siete años—. La mía también se llamaba Betty Ann.
—Esa puta —dijo Red.
Un estupendo día de primavera estábamos sentados en clase de Inglés y la señorita Gredis se sentaba sobre el pupitre frente a nosotros. Tenía la falda subida más que otras veces y era terrible, hermoso, maravilloso y obsceno. Tales piernas, tales caderas; nos sentíamos hechizados. Era algo increíble. Baldy estaba sentado en su pupitre contiguo al mío, al otro lado del pasillo. Se inclinó y empezó a darme golpecitos en la pierna con su dedo:
—¡Está rompiendo todos los récords! —susurró—. ¡Mira! ¡Mira!
—¡Dios mío! —dije—, ¡cállate o se bajará la falda!
Baldy retiró su mano y yo esperé. No habíamos alertado a la señorita Gredis. Su falda continuó subida como nunca. Fue un día de los que hacen época. No había ni un chico en clase que no estuviera empalmado y la señorita Gredis continuaba hablando. Estoy seguro que ninguno de los chicos oía una palabra de lo que decía. Sin embargo las chicas se giraban y se miraban unas a otras como diciéndose que esa puta había llegado muy lejos. La señorita Gredis no podía ir muy lejos. Era casi como si ahí arriba no hubiera un coño sino algo muchísimo mejor. Esas piernas. El sol, atravesando la ventana, se vertía sobre esas piernas y esas caderas y jugaba sobre la cálida seda tan firmemente ceñida. La falda estaba tan alta, tan subida, que todos rezábamos por vislumbrar las bragas, por vislumbrar
algo. Jesucristo, era como si el mundo se acabara y empezara y volviera a acabarse, todo parecía real e irreal, el sol, las caderas, y la seda, tan suave, tan cálida, tan fascinante. La clase entera vibraba. La vista se empañaba y volvía a aclararse y la señorita Gredis seguía sentada como si no pasara nada y seguía hablando como si todo fuera absolutamente normal. Eso era lo que hacía del momento algo tan bueno y tan fantástico: el hecho de que ella pretendiera que nada sucedía. Miré a mi pupitre durante un instante y vi los poros de la madera ampliados como si cada veta fuera un remolino líquido. Luego volví a mirar rápidamente a las piernas y las caderas, enfadado conmigo mismo por haber desviado la vista un instante y quizás haberme perdido algo.
Entonces comenzó el sonido: bump, bump, bump, bump…"